jueves, 18 de septiembre de 2008

Había una vez un rey que tenía una hermosa hija. Era brillante, amable y buena, y él la amaba más que a nada en el mundo. Un día la princesa se enfermó. Todos los médicos y doctores del país fueron llamados para ayudarla pero ella se sentía cada día peor. Nadie podía hacer nada por ella ya que nadie sabía qué era exactamente lo que tenía. La niña se moría frente a los ojos del padre, y el viejo rey se sintió muy infeliz porque la estaba perdiendo. Así que mandó jinetes a todas direcciones de la Tierra para buscar a alguien que curara a la princesa. El tiempo pasaba y muchos médicos extranjeros, doctores y herbolarios vinieron de todos los confines del mundo intentando encontrarle un remedio. Y cuando nadie creía que podía vivir, un viejo desconocido se paró frente al rey y le dijo que la mande a un pueblito, leyos de allí, para que viva en ese lugar por un tiempo. El padre, desesperado, inmediatamente le dijo a sus sirvientes que prepararan a la princesa y al otro día la envió con un pequeño grupo de cortesanos a ese lugar desconocido. Era un pueblito construido en piedra a los pies de una hermosa montaña con habitantes buenos y tranquilos. Llegaron a amar a la princesa y la cuidaron como si fuera hija de ellos. En seguida se sintió mejor respirando el aire fresco y tomando el agua clara. Se enamoró de esa buena gente y de su hermoso pueblito, Serdika. Decidió quedarse a vivir ahí. Como ella era amable y tierna, la gente la amó y la tuvieron siempre presente. Luego de su muerte construyeron una iglesia en su memoria y la llamaron con su nombre, Santa Sofía. Más tarde incluso comenzaron a llamar a la ciudad así.

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